CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO
CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO. PARADOJAS DE LA INCERTIDUMBRE



PARADOJAS

Paradojas de la incertidumbre

Reflexiones provisionales ante un virus tan incierto como cierto

Oscar Sotolano

Hoy todos vivimos en la incertidumbre. Esta es una obviedad. La repetimos con insistencia. La dicen reconocidos filósofos, pensadores que no lo son tanto sin que ello desmerezca sus reflexiones, periodistas, “opinadores” y cualquier ciudadano de a pie. Esta obviedad es reiterada no sólo por tratarse de una evidencia generalizada sino también, en el campo del pensamiento teórico, pues busca preservarnos ante el riesgo de las respuestas rápidas que, sin aportar nada específico, promuevan una paz mental engañosa, por necesaria que esa paz resulte para nuestra mente. Es que terminar siendo una respuesta apresurada sin fundamento crítico es un riesgo mayor que corre cualquier reflexión o escrito hoy en día. Éste, sin duda, también; por provisional que pretenda ser.

También genera angustia una particular certeza que la incertidumbre actual activa: es decir, la de nuestra inevitable mortalidad

De igual modo, sabemos que el coronavirus nos amenaza con su destino más o menos probable de muerte, aislamiento forzoso, cotidianeidad de cuerpos esquivos o contactos austeros por tiempos que no podemos predecir. Mientras tanto, deseamos un retorno a cierta normalidad que sospechamos perdida cuando la vemos ir desapareciendo entre comunicaciones tartamudas por zoom, sexting y una propagación infinita de vida virtual e inminentes ciberaplicaciones de control sanitario que parecen haber llegado para quedarse bajo el riesgo del cibercontrol total hacia el que mundo avanza desde mucho antes de la pandemia, no sólo a cargo de los estados (cosa en la que más se insiste desde las usinas mediáticas corporativas) sino fundamentalmente por enormes corporaciones privadas que cada segundo se van apropiando de masas incalculables de información de los ciudadanos. Corporaciones mucho más ricas que la mayoría de las naciones de la tierra. Black Mirror es mucho más que una serie de ciencia ficción.

No hay duda (es decir, hay certeza de ello, y también se lo reitera) de que la incertidumbre genera angustia pero, vale resaltarlo, al menos es lo que observo, también genera angustia una particular certeza que la incertidumbre actual activa: es decir, la de nuestra inevitable mortalidad. Con o sin coronavirus “sabemos” de ella, pero ese “saber” no necesariamente se impone en nuestra mente con su autoridad fatal como en momentos como los que vivimos. No sólo porque la muerte está rondando como una amenaza próxima a la que se suele llamar invisible; esto es también una obviedad que vivimos cada vez que las bolsas del supermercado devienen un riesgo fatal a vencer a base de alcohol y lavandina, sino también porque (en un nivel que considero más estructural) ante la incertidumbre radical, la muerte se impone en nuestra mente con y por su propia dimensión de certeza; probablemente, porque se trata de la única certeza plena que como humanos podemos tener a lo largo de nuestra vida. Ante la angustiosa incertidumbre la muerte se instala en nuestra mente como paradójica certeza “tranquilizante” y angustiante, a la vez. “Todos nos vamos a morir”, dijeron en estos días un par de pacientes, en una totalización por cierto contradicha por cualquier estadística epidemiológica. No siendo personas de riesgo su miedo inmediato arraiga en esa certeza a corto o largo plazo que nos involucra como humanos. Víctima de la incertidumbre radical el psiquismo parece apelar a la certeza de la muerte, muchas veces como a un hierro al rojo vivo. “Ma sí, salgo, me enfermo y que pase lo que Dios quiera”, dijo otro que expresa a muchos.

Cuando los pacientes nos preguntan al iniciar la sesión, como nunca antes lo hicieron, “¿cómo estás?”, o al terminar nos dicen “cuidate” parece ser que nos hemos hecho mortales para ellos

Hierro al rojo, en la medida que la certeza de la muerte, vale también enfatizarlo, también es incierta pues, en la medida en que no tenemos modos de representarla, adviene siempre como una certeza sin representación cierta.  Sabemos que ocurrirá, pero no adónde nos llevará: ¿a cielos, infiernos, paraísos, limbos, reencarnaciones… a la nada absoluta? Cada cual da sus respuestas de acuerdo a sus campos de creencia, que no son necesariamente excluyentes; pueden coexistir más de uno en la misma mente. Es que la muerte no tiene representación cierta pero no existe sin representaciones de algún orden. Existe sólo como pura representación aquello que no ancla sus posibilidades de representarse en ninguna experiencia posible (nadie volvió de la muerte para contarla). Cuando Freud decía que la muerte no tiene representación aludía a ello, pero sin detenerse en que la muerte, como Dios, existe sólo en la representación que como humanos nos hacemos de ella. La incertidumbre siempre convoca construcciones imaginarias de distinto orden, mágicas, pseudoracionales, religiosas, míticas o las que fuere según los casos, pero cuando parecen caer casi todas las certezas (como hoy ocurre) sólo queda la muerte como la única certeza inexorable. Los que permanecen anclados a sus mundos mágico-religiosos pueden, tal vez, desmentirla, negarla o arrojarse en sus brazos de modo sacrificial o sacrificante (“no nos va a pasar nada”, “que se mueran los que se tengan que morir”). Allí están esas formas que políticamente se vehiculizan en los diversos negacionismos, de Trump a Bolsonaro y sus huestes pentecostales o neonazis, o ambas cosas a la vez. También cuando se construyen teorías que no parecen ser más que la expresión de deseos de quienes las enuncian (el neocomunismo de Zizek o Badiou) o la aplicación mecánica de una teoría previa que puede ser valedera para un campo de análisis (la referencia al control del biopoder tecnologizado de Agamben, por ej.) pero que no se condice con los hechos inmediatos (por ahora, no hay ninguna prueba de que el virus haya sido fabricado en algún laboratorio, ni que su incidencia letal sea baja en condiciones de no cuarentena mientras la pandemia está en su momento de expansión; Italia, España, EEUU, Gran Bretaña, Brasil, etc. lo desmienten).

Vayamos a nuestro acotado campo de observación. En estos tiempos en que todos los psicoanalistas (incluso aquellos que siempre se sintieron seguros en el alojamiento de un encuadre bien encuadrado) nos encontramos trabajando de modos más o menos diferentes a los usuales, viejos problemas y debates retornan, nuevos problemas y debates se instalan, nuevos encuadres deben ser construidos. La tensión entre lo nuevo y lo viejo, lo consagrado y lo inédito, la tranquilidad de un saber relativamente verificado y la angustia de un saber que impone el trabajo de lograr alguna verificación siquiera parcial se hacen presentes en nuestra vida y nuestra labor clínica. Ante tamaña incertidumbre escucho entre la mayoría de mis pacientes y en otros ámbitos sociales (públicos y privados digitalizados, o en lo analógicos que nos quedan), cómo y cuánto se destaca esa única certidumbre que los humanos podemos afirmar sin error: nos vamos a morir; eso dicho bajo diferentes formatos más o menos directos o desplazados, a veces como miedo a veces como agresión, o ambos entrelazados. Aunque no sabemos cuándo, aunque no sabemos cómo, se nos ha impuesto la conciencia de que es así. Ni la edad, ni la salud de la que gocemos, ni los cuidados ni los descuidos con que llevemos nuestras vidas nos eximen de lo inexorable, aunque habrá actitudes que pueden darnos ciertas ventajas estadísticas (de seguro, la cuarentena, hoy, ha mostrado comparativamente su eficacia en el mundo entero).

Eso es lo que en mi experiencia observo como un aspecto destacable en los enunciados explícitos o fantasmas implícitos que he escuchado predominar en estos dos meses; fantasmas que por momentos funcionan como sombra en la superficie de lo que los pacientes han ido diciendo en estas sesiones que se despliegan todas (no algunas, como antes; y fruto de una imposición externa y extrema a ambos miembros de la pareja terapéutica) por los modos de la instrumentalidad virtual… y sus inconvenientes. Propongo entonces que no nos limitemos a pensarlo en relación con la obvia amenaza mortal del coronavirus y su afectación psíquica (manifiesta en el cansancio que casi todos sentimos de modo mayor en nuestro trabajo actual – la muerte y la angustia que la acompaña funciona como fondo insidioso-) sino principalmente en cómo la amenaza de la incertidumbre lleva al psiquismo en dirección a lo único siempre cierto. He escuchado esto, tanto en momentos de las sesiones como, a veces, a lo largo sesiones enteras de modo excluyente, de un modo mucho más reiterado desde que la cuarentena nos obliga a todos a estar en nuestras casas y hasta las compras básicas han devenido una lucha contra la muerte agazapada entre bolsas y proveedores. Cuando los pacientes nos preguntan al iniciar la sesión, como nunca antes lo hicieron, “¿cómo estás?”, o al terminar nos dicen “cuidate” parece ser que nos hemos hecho mortales para ellos. La transferencia positiva sublimada aloja con amor nuestro riesgo ¿No lo sabían? Claro que sí, siempre lo hemos sido…. pero. Es que la escisión del yo y la desmentida hacen a nuestro humano modo de lidiar con la muerte, con la peculiaridad de que hoy el coronavirus y los formatos mediáticos de su propagación que se acompañan de un saldo de muertes diarios dichos en tono catástrofe, nos afecta de continuo. En Francia, bastó que incluyeran de golpe en el registro los muertos en geriátricos para que pasaran de 12.500 a 20.000 muertos en un día. ¡7500 muertos! Una catástrofe, sin duda. Una prueba de la crisis profunda del sistema del prestigiado sistema de salud francés, también. Pero no se puede olvidar que en Francia se dice que hay casi 700.000 personas alojadas en geriátricos. 693.000 estaban vivos al momento de dar la información. ¿Significa esto minimizar la catástrofe de las muertes ocurridas o el abandono sanitario que Francia viene sufriendo desde hace muchos años y que los geriátricos pueden padecer?, de ninguna manera; minimizarla lleva a promover la catástrofe sanitaria que aumenta los riesgos exponencialmente; por el contrario, se trata de ponderar su gravedad sin las trompetas apocalípticas que promueven nuestro morbo angustioso. Cuestión sobre la que a veces hay que intervenir poniendo en escala el problema ante la angustia que alguien puede manifestar. “¿Por qué tanta angustia cuando sabe que su riesgo es bajo?”, es la pregunta que a veces resulta necesaria. Esa dimensión mediática tiene, por lo menos, una doble función que opera en una relación contradictoria y tensa: una, pedagógica, hacer consciente a la población que prefiere minimizarla, de que la cosa va en serio y es grave; pero por otro, performativa; eso de la mano del sistema de venta mediática de su propia información-entretenimiento, que busca despertar y pulsar nuestros fantasmas más oscuros. Opera promoviendo el goce ambivalente que producen, por ejemplo, las películas de terror. A veces, en épocas donde el terror ha venido siendo una estrategia política de poder desde mucho antes del Covid, apelando a estrategias de guerra psicológica que buscan movilizar los miedos más profundos (entre ellos, hoy, insistiendo en la amenaza del hambre, por cierto innegable, más que en el riesgo de pérdida de vidas por la enfermedad. sin ninguna genuina preocupación por las desigualdades imperantes que imponen el hambre. Mentan el hambre, no el capitalismo que lo ha hecho exponencial)

Es que lo incierto radical convoca paradójicamente la certeza de la muerte, aunque sea como defensa angustiosa

Sin duda, el tema de la incertidumbre es lo que impera entre todxs, pacientes y analistas, no pacientes y no analistas; una totalidad aparente nos reúne en el campo de lo incierto, “¿cómo será el mundo pospandemia?”, nos preguntamos de modo reiterado por distintas vías. Sin embargo, también en ese aspecto, esa incertidumbre pulsa también lo único de lo que los humanos tenemos certeza aunque en ese punto en una de destino planetario: “¿Habrá mundo? ¿Será su –nuestro- final?”, también nos preguntamos con igual insistencia. La desmintamos, más o menos, de modos instrumentalmente necesarios para poder vivir, allí también parece comprobarse que la muerte impuso su certeza en lo incierto, en este plano, bajo formatos apocalípticos. El desastre planetario evidente del que desde hace tanto se habla, cobró otra densidad (aunque esto no lleve necesariamente a una mayor consciencia política de su escala y su lógica – a veces su denuncia sirve a los argumentos más absurdos en las manifestaciones anticuarentena- ). Es que lo incierto radical convoca paradójicamente la certeza de la muerte, aunque sea como defensa angustiosa (la fantasía de muerte como fuga) y, en los peores derroteros, puede llevarnos por sus senderos más sombríos. El miedo a la muerte localiza una angustia que en el marco de la incertidumbre deambula difusa y sin referencias. De allí que el miedo a morir pueda ser en un aspecto más tranquilizante que la angustia sin objeto (hablamos de la muerte y no de la llamada pulsión de muerte), al tiempo que una vez que se instala, suele reavivar la incertidumbre que la cierta muerte siempre lleva consigo; en ese sentido, la tranquilidad suele durar poco. Aquello tal vez explique la sorpresiva tranquilidad que pacientes angustiados ante la incertidumbre del resultado de una biopsia puedan llegar a sentir, siquiera de un modo momentáneo, incluso cuando el resultado es malo. El resultado disminuye la incertidumbre y su angustia, aunque a continuación moviliza otra: esa incerteza y esa angustia que la propia cierta muerte porta. Por otro lado, otra relación con la muerte, la que la reconoce como límite, puede explicar algunos movimientos de desinhibición que comprobamos que se producen en estos días en pacientes que se han puesto en movimiento de un modo en el que antes no daban señales. La apropiación de la propia muerte como parte consustancial de la vida y no como su opuesto, es un motorizador del deseo.

En las actuales condiciones, lo hallo en lo más próximo de las palabras de a quienes escucho. Como diría el viejo Freud, está en la superficie psíquica que debería ser nuestra guía, y sus derroteros asociativos (la forma virtual no necesariamente la obstaculiza) pueden llevar a fantasmas inconscientes más precisos, donde lo peculiar de nuestra práctica psicoanalítica se realiza. En otro, se solapa en la preocupación sobre su destino laboral (“nos vamos a morir todos de hambre como en las películas esas”, dijo un joven, organizado en un imaginario catastrofista de formato cinematográfico), o, en otros, aparece bajo el riesgo de que la muerte llegue a las sesiones cuando no puedan continuarlas porque su economía no lo permita (y habrá ocasiones en que –como hemos  hecho en otras crisis, la del 2001 por ej.- tal vez sea importante ayudar a sostenerlas aunque el pago económico no exista, sin que dejemos de ponderar que en otras sería por completo iatrogénico proponer alternativas de esa índole; en cada caso se verá, teniendo en cuenta que quedarnos sin trabajo también nosotros es un temor del que no estamos exentos, en mayor o menor medida). En otro caso, ha aparecido bajo la forma de la “muerte” de proyectos anhelados que quedarán perdidos para siempre porque las condiciones de realización se evaporan a golpes de nuevas prácticas. En otros apareció ligado a la irrupción de la vivencia repentina de vejez (un par de crisis de los cuarenta se han anticipado con el coronavirus y la cuarentena). Los muy jóvenes que escucho oscilan entre la negación maníaca propia de la edad y la vivencia de un mundo sin futuro. Y aunque en este momento no tengo niños en mi consulta, sí adultos que me hablan de niños asustados. Escucho: “¿el tío se puede morir?, dice, me dice, se dice uno que su hijo le preguntó sin hacer referencia a él; “papá, vos podes matar al coronavirus, tengo miedo”, me cuenta otro que le dijo su hijo apelando a su omnipotencia imaginaria. Un pediatra mexicano contaba en una conferencia por zoom del terror de niños a quienes al momento de la consulta se les solicitaba para poder revisarlos sacarse las mascarillas, los anteojos y guantes con los que habían llegado a dicha consulta; muchas veces entre llantos apelan angustiados a sus madres para decidir hacerlo, contaba el pediatra. Las modalidades son variadas, pero encuentro insistentemente la referencia a la muerte allí, de seguro, de igual modo, porque mi propia muerte (nuestra propia muerte) también se nos pone por delante aunque los números nos puedan ubicar (en contexto de cuarentena) en planos estadísticos de riesgo no mucho mayores que los que tenemos cuando inhalamos los gases tóxicos que incluso los mejores autos arrojan en contra de todas las regulaciones mientras circulamos por calles y rutas todo los días, o la masa de agroquímicos que componen nuestra dieta alimentaria. Es que hoy el “nosotros” que conforma el espacio de una sesión, en el que Mariana Wikinski insiste con precisión[1], nos involucra de un modo tan profundo que nuestra propia posición subjetiva frente a la cuestión aparece en primer plano. El riesgo de nuestras resistencias se hace más evidente, y pensar la contratransferencia también; indicación ésta que busca marcar una diferencia entre las resistencias del analista y las contratransferencias que se puedan movilizar en las sesiones. Y aunque creo encontrar la paradójica presencia de nuestra cierta muerte en nuestra incertidumbre, no por ello parece pertinente (es una referencia técnica que me parece importante hacer por obvia que resulte) que debamos cerrarnos exclusivamente en esa observación aunque la podamos compartir. Hacerlo implicará encontrar la muerte en cualquier palabra porque nosotros la escuchamos dentro de nosotros mismos. Incluso, aunque la escuchemos como referencia manifiesta de quien habla, puede no resultar el momento oportuno para intervenir sobre la cuestión. Implica una cuestión de timing que en ese punto se hace especialmente relevante. En línea más resistencial, la he escuchado también como una invitación a hablar sobre lo obvio de un modo cuasi filosófico- existencial, sin las precisiones ni singularidades que hacen a lo subjetivo denso que nos compete.

La incertidumbre atraviesa implícitamente la teorización, por ejemplo, de Bion; sin memoria y sin deseo podría ser la fórmula que condense esa búsqueda, el crecimiento del pensar (emocional en ese autor) depende de los modos en que se lidie con lo incierto que la vida conlleva. Pero sin memoria y sin deseo no quiere decir (como a veces se lo ha entendido) que la memoria y el deseo no operen. Implica no ponerlos en un primer plano racional o volitivo, pero de ninguna manera desconocer sus existencias inevitables. Implica encontrarnos abiertos, entre memorias y deseos dejados en segundo plano, a la novedad de nuevas memorias y nuevos deseos. Por eso lo nuevo y lo viejo no son alternativas antagónicas. Como la incertidumbre y la certidumbre tampoco. Insistir sobre una sin incluir la otra es un problema teórico de consecuencias prácticas. Existen en dialogo tenso y muchas veces confuso, balbuceado, que irrumpe aquí o allá con sus sorpresas. Pues la sorpresa de lo nuevo que lo incierto puede alojar, no quiere decir que lo viejo (llamemos así a conocimientos previos instituidos, a vivencias hechas experiencias, a factores que establecen campos relativos de determinación en el medio del caos, a las marcas de una subjetividad construida en una historia personal-pulsional) deba ser desdeñado en nombre de una sacralización de lo incierto, lo novedoso, per se, como si guardara en su seno el maná de la salvación. Lo nuevo puede ser también catastrófico.

Entonces, coincidiendo con lo que escuchamos repetirse, también me sumo a quienes han dicho que en esta situación hay que pensar lo nuevo. Pero sin olvidar que no se necesita una situación como la que vivimos para que debamos tenerlo en cuenta; siempre (con o sin coronavirus) es necesario ubicarse en esa posición de alojar y alojarnos en lo incierto. Agregando además que lo nuevo no se puede pensar desgajado de saberes consagrados abiertos a la crítica que cualquier saber consagrado exige. Las reacciones de todxs, pacientes o no, no quedan fuera de las marcas subjetivas que jalonan la construcción de nuestras mentes. Esto, lejos de una repetición de saberes, implica estar atento a los ruidos que en nuestros saberes se puedan producir. Para que un saber estalle ante nuestra sorpresa debemos considerar sus potencias epistemológicas y sus límites, para que lo nuevo contraste en su resplandor sorpresivo.

La situación de la cuarentena provocada por el covid19 es una experiencia nueva radical que tal vez devenga, como se dice hoy en términos de Badiou, acontecimiento

La situación de la cuarentena provocada por el covid19 es una experiencia nueva radical que tal vez devenga, como se dice hoy en términos de Badiou, acontecimiento, mientras que por ahora transcurre como catástrofe social que aún no parece (creo) haber devenido subjetiva de un modo generalizado. El acontecimiento y la catástrofe, siendo algo no pensado previamente, se producen en el interior de factores psíquicos y sociales que nos imponen que los tengamos en cuenta. Ni siquiera de lo traumático podemos hablar mientras las vivencias o las experiencias actuales no hagan serie. Lo novedoso no es arbitrario. Que sea prioritariamente catastrófico o venturoso es algo que el tiempo y nuestra propia práctica humana, dirán. Pero un tigre de bengala no puede surgir de adentro de un guijarro de 10 cm. salvo en la imaginación de un artista, en cuyo caso no estaremos hablando del mismo tigre ni del mismo guijarro. La aparición de virus nuevos se dan en campos que tienen sus lógicas (son esas lógicas las que hacen que los biólogos puedan explorar la creación de una vacuna, sin que olvidemos los enormes intereses económicos que suelen incidir en la dinámica de esas búsquedas). Las sociedades alojan esa mutación de acuerdo a sus peculiaridades, los humanos a nuestro bagaje psíquico que siempre incluyen las dimensiones sociales metabolizadas por el psiquismo. Sorprenden, y con esa sorpresa trabajamos, pero no podemos ignorar sus campos de gestación. Por eso, aunque la situación nos involucre en un terreno donde lo incierto prime, sin embargo, seguimos explorando en nosotros y con nuestros pacientes factores que hacen a lo peculiar en que esto incierto se vive y se tramita de modos que muchas veces nos sorprenden.

Sin duda, no podemos desdeñar lo incierto. Destacarlo puede ayudarnos a evitar recurrir angustiados a explicaciones “aplicadas” para lo inédito, a sabiendas que pueden obstaculizar nuestra capacidad de escuchar lo inaudito, pero no por ello hay que  desdeñar aspectos acerca de los cuales podemos tener relativos conocimientos. Para algún paciente, cierta dificultad estructural para lidiar con lo nuevo sobre la que habíamos trabajado muchas veces antes va tomando una dimensión psíquica profunda por primera vez. Un hombre obsesivo que habitualmente hablaba de la muerte para controlarla mágicamente hoy se encuentra con que dicho control saltó por los aires. El momento de lo nuevo también expone lo repetido. Aunque eso repetido ya sea una repetición otra, porque los hechos nuevos impiden su formato clásico.

En nuestra práctica, nuestra casuística individual es poca para sacar conclusiones generales, nos exige mucha prudencia; sólo puede cobrar densidad socializándola entre los que la llevamos adelante. Así, compartir mi propia experiencia de un modo genérico (es decir, sin detalles que no encuentro pertinente contar en los espacios web tan poco propensos a preservar la intimidad y la privacidad) es un modo de ponerla en contraste con las experiencias de otros. Esto es lo que en estos primeros dos meses de trabajo se me destaca, en el medio de muchas otras observaciones que podrían hacerse. Como la situación tiene toda la densa complejidad de lo incierto (y lo incierto de la complejidad como teoría) me parece importante resaltar su dimensión paradojal.

En un sentido, muchos aspectos de este desarrollo me parecen una obviedad, pero he escuchado repetir tanto la cuestión de la incertidumbre y de la novedad en términos de una suerte de virtud ínsita, que me parece útil recordar (aunque lo sepamos… pero) que puede resultar tan resistencial pretender operar con categorías conocidas como si nada pasara, como también puede serlo hacer de la incertidumbre un valor absoluto. Podemos terminar como Esteban Bullrich repitiendo una frase de autoayuda: “Hay que aprender a vivir con la incertidumbre”. Frase que oculta esas privilegiadas certezas de clase que se resiste a perder.  Después de todo, ni las leyes físico-químicas, ni la lucha de clases, ni las dinámicas psíquicas que conocemos se han tomado cuarentena. Aunque sí se reordenan con cánones sobre los que todavía sabemos muy poco en un mundo que tampoco sabemos cómo será, aunque sigamos apostando (como siempre, tal vez ilusos aunque también escépticos) a que sea mejor.

Buenos Aires, 27 de mayo de 2020

Oscar Sotolano
oscarsotolano@yahoo.com

[1] Winkinski, M; trabajo presentado en AEAPG: 22 de abril 2020, Vida cotidiana y pandemia; en https://www.youtube.com/watch?v=sPCr0ZJ7dOA